Por Sergio Rodríguez Gelfenstein (*)
En 1982 me encontraba en Nicaragua. Se vivían los primeros años de la revolución sandinista y yo trabajaba en el Ejército. Un día de abril, alguien cuyo nombre lamentablemente no he podido recordar me preguntó si estaba dispuesto a ir a las Malvinas a combatir junto al pueblo argentino en la lucha por recuperar las islas del dominio colonial británico.
Tenía poco más de 25 años y nunca antes me había visto obligado a enfrentar un dilema ético de tamañas dimensiones. Se trataba de hacer un aporte a la justa aspiración argentina de rescate de la soberanía de un territorio que por historia y por justicia le pertenece, pero también significaba ponerse a las órdenes de una dictadura sátrapa, violadora de los derechos humanos por lo que era repudiada por la amplia mayoría de la humanidad decente del planeta.
Aunque la incorporación al combate del contingente que había dado el visto bueno para su participación en la contienda no se concretó, fue imposible evitar la controversia interna que emergió de la necesidad de resolver la polémica que en términos morales nos acosó durante varias semanas.
La resolución de dicho forcejeo íntimo entregó valiosos instrumentos de manejo político de cara al futuro. Uno de ellos fue entender que la dimensión de lo táctico siempre debe subordinarse a la evaluación y sentido de lo estratégico. En este caso, lo estratégico era la responsabilidad argentina y latinoamericana de recobrar las Malvinas como imperativo de nuestra propia condición de hombres y mujeres de este tiempo.
La contradicción ética que encaraba la decisión sobre el comportamiento más correcto a asumir en esta situación, señalaba y señala inequívocamente que no hay impedimento alguno ni límite conocido ante la necesidad de combatir al colonialismo y al imperialismo en todas sus manifestaciones y con cualquier método a nuestro alcance.
Los latinoamericanos de esta época no podemos vivir dudando del comportamiento que se debe contraer ante algunos hechos y algunas situaciones. En este sentido, la conciencia crítica nos obliga a refutar la imposición colonial que en América Latina ejerce todavía -en el siglo XXI- el control sobre las Malvinas, Puerto Rico y otros países y territorios del Caribe.
Despertarse todos los días sabiendo que la costra colonial continúa extendida como un cáncer en algunas áreas de un continente que decidió ser libre hace más de 200 años, circunscribe a la idea de que la tarea aún no ha sido culminada
Durante aquella madrugada del 2 de abril de 1982, Ronald Reagan y el General Leopoldo Galtieri, mantuvieron un tenso dialogo vía telefónica que duró aproximadamente cincuenta minutos. El dictador argentino no se sintió cómodo ni satisfecho una vez finalizada la entrevista con el presidente estadounidense. Galtieri tenía la secreta esperanza de obtener un claro respaldo de Reagan, o al menos una efectiva y cómplice neutralidad que contribuyera a impedir una reacción británica en la que podría emplear todo el poder de sus armas. Por el contrario, el mandatario estadounidense había intentado en reiteradas ocasiones convencer al general que se abstuviera de una operación bélica en las Malvinas, y le advirtió que una “agresión”, como la calificó, provocaría una segura y enérgica respuesta de Margaret Thatcher. Finalmente le habría ofrecido intermediar ante el inminente conflicto internacional.
El 16 de junio del año 1982, un mes y medio después de que Estados Unidos anunciara su apoyo irrestricto a Gran Bretaña, Galtieri reconoció públicamente en un mensaje al país, la derrota de las tropas argentinas a manos de las fuerzas británicas. Pocos días más tarde, el propio Galtieri en entrevista concedida a la periodista Oriana Fallaci, entre otras cosas admitió con amargura y decepción el papel de Estados Unidos en la derrota llegando a calificar el proceder norteamericano como una “traición”.
En el mismo día y mes de junio, Nicanor Costa Méndez, diplomático de carrera, inveterado anti comunista, muy cercano a Estados Unidos y Ministro de Relaciones Exteriores del gobierno argentino, debió reconocer la capitulación que adjudicó a la superioridad militar y tecnológica de Gran Bretaña y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), aceptando con amargura la determinante participación de Estados Unidos, que actuó más como integrante de esa alianza militar que une a los dos países, que como miembro del Tratado Interamericano de Asistencia Reciproca (TIAR). A continuación, el canciller argentino de manera sorprendente, anunció la desarticulación del sistema y pacto de defensa hemisférico ante el desconocimiento de sus resoluciones por parte del gobierno estadounidense.
La amarga y dolorosa consternación sufrida por los generales argentinos ante el abandono estadounidense, que incluso llevó a Galtieri a calificarlos de traidores, fue demostrativo de que su formación les impedía entender la esencia imperialista de la política exterior de Estados Unidos, en la que existe una prolongada historia de vínculos con los países del sur del Río Bravo, basada invariablemente en sus intereses económicos, de expansión y dominación, antes de obedecer a principios y compromisos éticos y políticos.
Por primera vez en la historia de las relaciones interamericanas se ponía a prueba la esencia del “panamericanismo” y su supuesta concepción de defensa regional ante una potencia extra continental, en este caso Gran Bretaña, que actuaba en contra de una de las naciones de América. En el conflicto de las Malvinas, las complejidades de las relaciones internacionales creadas después de la Segunda Guerra Mundial y las intenciones de los militares por solucionar la grave situación interna a partir del justo reclamo nacional por las Malvinas, había desestructurado un escenario internacional largamente construido por Estados Unidos contra el comunismo y los países del campo socialista. Para lamento estadounidense, en la Guerra de las Malvinas no fue precisamente la flota soviética la que actuó arteramente en el continente americano.
El conflicto de las Malvinas además de transformarse en el acta de defunción del TIAR, cuestionó los fundamentos sobre los que se construyó el modelo de integración para nuestro continente. La contradicción entre la idea monroista y panamericana chocó nuevamente y de manera ostensible con la idea bolivariana que plantea la integración de los pueblos de los territorios que José Martí agrupó bajo el nombre de “Nuestra América”.
La pertenencia geográfica a una región del planeta no es un elemento suficiente para generar verdaderos móviles integracionistas y de solidaridad frente a un enemigo externo. Otros componentes, culturales, identitarios y de complementariedad económica, concurren a la construcción de un proceso de integración que tiene en la constitución de un mecanismo de seguridad regional entre iguales, uno de los pilares fundamentales para mantener la paz y garantizar una convivencia armoniosa entre los pueblos.
El TIAR debe desaparecer, al igual que la OEA porque no representan los intereses de la región en tanto una potencia puede imponer una hegemonía no aceptada formalmente en los documentos constitutivos de esas organizaciones. La necesidad de dar paso a nuevos mecanismos de integración entre los pueblos de la región al sur del río Bravo tuvo en el conflicto de las Malvinas un punto de inflexión en el derrotero a seguir. Gobiernos y pueblos de América Latina superando las obvias diferencias con un gobierno sátrapa y violador de derechos humanos, acudieron en la defensa de los intereses de Argentina que eran expresión de principios latinoamericanos de derecho los cuales fueron pilares para la construcción de los Estados nacionales de la región, utilizando para ello todos los instrumentos políticos, diplomáticos e incluso militares a su alcance. Con la sola excepción de la actuación artera del gobierno dictatorial de Augusto Pinochet, el resto de los países de la región expusieron su espíritu solidario y su vocación latinoamericanista. El grito de: “Las Malvinas son argentinas” fue una consigna que recorrió valles y montañas, ríos y mares envolviendo un sentimiento que sobrepasaba y sobrepasa a los argentinos como clamor de solidaridad de todos los que nacimos y vivimos entre México y la Patagonia.
Solo un acercamiento entre nuestros países y la concreción de la integración en instrumentos que salvaguarden la soberanía y la autodeterminación de los pueblos y que tengan capacidad de respuesta política, diplomática y militar sin necesidad de recurrir a potencias extra regionales. Auguran una nueva época que no repita jamás la ignominia que la invasión imperial a las Malvinas significó para nuestra región.
Cuando eso se haya logrado, estaremos más cerca de la verdadera Independencia y en justicia tendremos que volver la vista atrás para recordar a esos jóvenes argentinos que en aquellos aciagos días de 1982 entregaron sus vidas por la dignidad y el honor de todos los latinoamericanos y caribeños y que pusieron muy en alto una bandera que ondeará enhiesta por siempre en todo el territorio de esta, Nuestra Patria Grande.
(*) Sergio Rodríguez Gelfenstein es Consultor y analista internacional venezolano, graduado en Relaciones Internacionales de la Universidad Central de Venezuela