Por Gilberto Lopes (*)
–Buenas noches, viernes, 7 de mayo, 7:40 de la noche. En la ruta Cali-Palmira, entrada de Palmira hacia Cali, en el puente sobe el rio Cauca. Entró un carro disparando, entró hasta la segunda barrera disparando y una de las niñas de la brigada cayó por el puente, unos 20 metros al vacío. Hizo muchos disparos. Acá vamos…
Tres heridos, todos con impacto de arma de fuego. Uno grave.
Ejecuciones arbitrarias, violencia sexual, desaparición forzada, tortura, tratos crueles e inhumanos, detenciones arbitrarias, amenazas y hostigamiento es el resultado del comportamiento de la fuerza púbica colombiana en las dos semanas de paro que ha vivido el país.
Una contabilidad provisional de casos señalaba entonces 326 agresiones; 72 muertes, de las cuales 37 serían responsabilidad del Escuadrón Móvil Antidisturbios, la ESMAD, un cuerpo particularmente odiado por su comportamiento agresivo y violento.
Caía la tarde del domingo y llegaban nuevas y tristes noticias: – ¡Compañeros! Se están saliendo de control las cosas en Cali. Los pudientes del estrato 6, de Ciudad Jardín, atacaron, junto con policía, a la minga indígena. Hay varios heridos.
El estrato 6 es el mismo sector que el 3 de mayo había atacado a los manifestantes. Lo grave del asunto –diría un reportaje del diario El Espectador– “es que los habitantes de ese barrio, o al menos sus escoltas, suelen estar armados”.
Situación de pesadilla
En Cali, donde la situación “ha sido una pesadilla” según grupos que acompañan la represión de las protestas, “se estima que 105 personas fueron heridas por arma de fuego, gases lacrimógenos y granadas aturdidoras utilizadas por agentes del ESMAD, GOES y Policía Nacional. Los manifestantes han sido conducidos de manera arbitraria y violenta a estaciones de policía en diferentes puntos de concentración”, donde han sido golpeados y torturados.
Recordando el aprendizaje de Chile –donde esa práctica dejó centenares de heridos desde las protestas de octubre del 2019–, hay 27 casos de lesiones oculares. De las 2.854 detenciones, solo 371 habrían sido pasadas a los tribunales. En las otras, los detenidos, llevados a estaciones de policía, fueron maltratados y luego dejados en libertad, sin ser presentados a un juez de garantía.
“El presidente no quiere dar un paso atrás en la militarización del país. Todos tenemos rabia, impotencia, ante la brutalidad con la que están violentando a las personas, sobre todo en Cali, en el municipio de Palmira, que están totalmente militarizados”, nos dice Verónica González, estudiante colombiana que participa, en San José, Costa Rica, de las protestas frente a la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Una ciudad que no aguantó más
“Cali, radiografía de una ciudad que no aguantó más”, es el título del reportaje que Joseph Casañas publicó, el sábado pasado, en el diario colombiano El Espectador. “Muertos, excesos documentados de la Fuerza Pública, vandalismo y legítimos reclamos de las reivindicaciones sociales marcaron los días de una protesta histórica”, dice la nota.
“Ni en Estados Unidos por George Floyd vi tanta violencia, ni en los chalecos amarillos en Francia. Este es el único país en el que he vivido en el que veo que matan a la gente con sangre fría y no les da ni vergüenza”, dice un testimonio recogido en la ciudad.
“El gesto de los más de cinco mil indígenas que llegaron del Cauca a mitad de semana se repite en Meléndez, Sameco, Puerto Resistencia y Siloé, tal vez el punto más violento desde que se inició la movilización. Las cifras de muertos en ese barrio son dispares. Los líderes de las barricadas hablan de decenas, mientras que la Fiscalía dice que aún no se puede determinar si todas las muertes están enmarcadas en las protestas”, agrega la nota.
En la Casa de Nariño –sede del gobierno colombiano– “no parecen comprender todavía que en efecto estamos bajo circunstancias extraordinarias y que, por lo tanto, las respuestas están más allá de los libros de texto o de los acostumbrados acuerdos políticos de siempre. ¿Serán capaces de entenderlo a tiempo?”, se preguntaba el diario en su editorial del sábado pasado.
¿Qué queda en pie ahora?
Con casi la mitad de su población en condiciones de pobreza, con el proceso de paz empantanado y grupos paramilitares de diversa índole controlando territorios que estuvieron en manos de la guerrilla, Colombia es uno de los países donde la desigualdad, medida por el índice de Gini, es de 5.1, una de las mayores en América Latina.
Luego de la explosión en Chile –país señero en las políticas neoliberales implantadas hace más de 40 años por una dictadura que ya desapareció pero cuyas políticas siguen vigentes– la rabia estalló en Colombia.
“El famoso modelo de la estabilidad neoliberal y ortodoxo de Colombia mostró grietas por primera vez en su historia”, decía –en tono lastimero– el corresponsal de la BBC en Colombia.
“Colombia siempre fue considerada, al menos en el exterior, como una democracia estable”, decía, sin que se pueda precisar el escenario al que se refiere. “El famoso modelo de la estabilidad neoliberal y ortodoxo de Colombia mostró grietas por primera vez en su historia”, se lamentaba, mientras el modelo se hacía pedazos, de una manera muy similar al chileno.
¿Qué queda en pie ahora?
Quizás lo que vislumbra el senador Gustavo Petro: Un gobierno débil que solo se sostiene sobre los fusiles. Esa es la triste paradoja del gobierno de Duque”.
Petro hizo un llamado al presidente, en un texto grabado el pasado 4 de mayo.
Lo criticó por su “afán de satanizar la paz”, purgando los altos mandos del ejército y la policía “de quienes eran partidarios del proceso de paz” y entregando el mando de ambas fuerzas al expresidente Álvaro Uribe.
“Hoy Duque es prisionero de Uribe”, agregó, recordando que el presidente no solo le entregó la fuerza pública, con sus armas, sino que le entregó también el dinero. El ministro de Economía, Alberto Carrasquilla “solo obedecía a Uribe y a los banqueros”, dice Petro.
Carrasquilla y su reforma tributaria –con la cual pretendía recaudar unos 6,3 mil millones de dólares– fueron las primeras víctimas de la protesta. Duque retiró el proyecto que había presentado al Congreso y Carrasquilla renunció a su cargo.
–Ud., presidente, ha labrado el camino de su propia debilidad. Se ha dejado encarcelar por viejos locos, obnubilados por teorías conspiratorias inventadas por los nazis de hoy. ¡Libérese! Nosotros lo ayudamos, le ofreció Petro. “No se hunda en el camino de la muerte. La historia no lo olvidará”, agregó.
Lo cierto es que los modelos neoliberales más extremos en América Latina, los que se construyeron con la fuerza de la armas, hoy se derrumban con la gente tomándolos por asalto en la calles.
Una mirada al futuro
Para algunos, es solo un anticipo de lo que pasará en el continente y en el mundo, sometidos a esa política en las últimas décadas, sobre todo desde el derrumbe del socialismo del este europeo y el fin de la Unión Soviética.
Hace tan solo ocho meses, aun en la administración Trump, los gobiernos de Colombia y Estados Unidos firmaron un acuerdo por cinco mil millones de dólares –el plan Colombia Cresce– uno de cuyos objetivos era crear condiciones para acabar con el gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela. Desde entonces la tensión y esporádicas acciones armadas en la frontera se han incrementado.
El Grupo de Lima, una coalición de gobiernos conservadores alineados con la política norteamericana en el hemisferio, que pretendía ofrecer un marco político regional para esa políticas, se ha desinflado. Casi nadie recuerda al “presidente designado”, Juan Guaidó.
Transformado en base de operación norteamericana en la región, siempre con el pretexto de la lucha contra las drogas, en junio del año pasado se instaló en Colombia una brigada de élite para coordinar trabajos de inteligencia militar en la región. “Es la primera vez que esta brigada trabaja con un país de Latinoamérica, hecho que reafirma una vez más el compromiso de Estados Unidos con Colombia, su mejor aliado y amigo en la región”, dijo un comunicado de la embajada de Estado Unidos en Bogotá. Durante el gobierno de Obama ya se habían instalado otras siete bases militares en el país.
“Todos bandidos”
25 muertos –según cuentas preliminaries– fue el resultado de una masacre realzada por la Policía Civil en la favela de Jacarezinho, una empobrecida región en la zona norte de la ciudad de Rio de Janeiro, el pasado 6 de mayo.
Según la policía, un agente y 24 sospechosos de narcotráfico perdieron la vida en el tiroteo, en una operación autorizada por el gobierno de Estado pero prohibida por el Supremo Tribunal Federal, que había ordenado suspender este tipo de operaciones durante la pandemia de la Covid 19.
En medio de la conmoción causada por la que es considerada la mayor masacre en su estilo en la historia de la ciudad, sin que los muertos estuvieran aun identificados, el vicepresidente de la República, general Hamilton Mourão, afirmó que eran “todos bandidos”.
“Esas bandas de narcotraficantes son verdaderas narcoguerrillas, que controlan determinada área de la ciudad”, afirmó el general. “Es como si estuviésemos combatiendo en un país enemigo. Algún día tendremos que resolver este problema”, agregó.
El Instituto de Seguridad Pública (ISP) dio a conocer los datos de muertes provocadas pro la policía en el Estado de Rio. Entre enero de 1998 y marzo de este año casi 21 mil personas murieron a causa de acciones policiales; un promedio de una muerte cada diez horas durante estos 23 años.
“Muerte a los árabes”
Estos otros venían circulando por otra calle. Pero el estilo de la represión es el mismo. Y las consecuencias, parecidas.
Hace dos semanas, Jerusalén fue sacudida por la violencia cuando una banda de judíos israelíes irrumpieron en los barrios palestinos de Cisjordania cantando “muerte a los árabes”, cuenta Khaled Elgindy, director del Programa de asuntos palestinos-israelíes en el Middle East Institute, con sede en Washington, publicado la semana pasada por la revista Foreign Policy.
Recorriendo la ciudad –agregó–, “las turbas tiraban piedras a las casas palestinas y atacaban a quienes les parecían sospechosos de ser árabes o izquierdistas, inclusive parando carros a lo largo de la principal calle que, de norte a sur, divide Jerusalén oeste de la ocupada Jerusalén este, para comprobar si los conductores eran israelíes o árabes, sometiendo estos últimos a una paliza improvisada”.
Los líos comenzaron el 13 de abril, dice Elgindy, “alrededor de la fecha de inicio de Ramadán cuando las autoridades israelíes bloquearon el paso a la Ciudad Vieja en la icónica puerta de Damasco, en la Jerusalén este palestina”.
“El cierre tocó un nervio sensible para los palestinos en Jerusalén, que han sido sometidos por años a la marginalización y desnacionalización en manos del gobierno israelí, que les ha dejado pocos espacios en la ciudad, donde la sistemática erradicación de las instituciones nacionales, cívicas y culturales palestinas son ahora política gubernamental”.
“Washington ha permitido el extremismo israelí”, titula Elgindy su artículo, en el que destaca el papel de Washington en el avance del extremismo judío en Israel. Durante los años de gobierno de Benjamin Natanyahu –afirma–, en doce años, la población de los asentamientos ilegales israelíes en territorio palestino pasó de 490 mil a más de 700 mil.
Nada de eso hubiese sido posible sin el apoyo o la mirada indiferente de Estados Unidos, asegura.
“Los extremistas, que alguna vez fueron relegados a los márgenes de la política israelí, están ahora en posiciones de poder, tanto en el parlamento como en el gobierno”.
Un exoficial israelí de Defensa describió la atmósfera en la zona como “un barril de pólvora listo para estallar”, dijo el diario inglés The Guardian, mientras el gobierno de Netanyahu apoyaba a quienes expulsan a los palestinos de sus casas, para ampliar los asentamientos judíos en la Cisjordania ocupada.
FIN
PALABRAS CLAVE
Colombia – violencia – paro – protestas – Duque – Cali – Brasil – masacre – Israel – palestinos
(*) Gilberto Lopes é escritor y politólogo
(**) Textos assinados não refletem, necessariamente, a opinião da tendência Articulação de Esquerda ou do Página 13.