Editorial de La Tizza (*)

Marc Chagall, “Scene Design for the Finale of the Ballet Aleko”, 1942
Las recientes acciones del gobierno de Donald Trump — el anuncio de un bloqueo naval y la consolidación de una zona de exclusión aérea sobre Venezuela — no son movimientos aislados ni meras expresiones intempestivas; tampoco son los actos de un loco ni las improvisaciones de un outsider en la política estadounidense. Constituyen una escalada calculada dentro de un escenario regional e internacional que, peligrosamente, se ha ido alineando para hacer de la intervención militar una opción factible en los planes del poder imperial.
En el centro de la tormenta se encuentra la necesidad estratégica que tienen los Estados Unidos de reconfigurar su hegemonía en declive. El llamado «Corolario Trump» es la actualización impúdica de la vieja Doctrina Monroe: América Latina y el Caribe sigue considerándose espacio vital y campo de experimentación. Para un imperio que percibe el fin de su ciclo de dominio global incontestado, la Venezuela bolivariana — con todas sus contradicciones y a pesar de su asedio — representa el obstáculo simbólico y material más robusto. Su control significaría no solo apoderarse de las mayores reservas petroleras del planeta, sino también enviar un mensaje de disciplinamiento a cualquier proyecto de soberanía en Nuestra América.
Toda política exterior es, en esencia, una proyección de la política interna.
Donald Trump se encuentra asediado: una base electoral fracturada, procesos judiciales que no terminan y revelaciones escandalosas, como los Expedientes Epstein, erosionan su gestión. En ese contexto, la creación de un enemigo externo espectacular se convierte en una tentación poderosa. El «efecto bandera» — esa oleada de apoyo patriótico que suele recibir un presidente en crisis durante un conflicto bélico — es un salvavidas histórico. La Ley de Poderes de Guerra le ofrece, además, la herramienta perfecta: la posibilidad de ordenar una acción militar «limitada» por hasta sesenta días sin autorización del Congreso. Una guerra corta, de alto impacto mediático y un «bajo» costo político podría ser el distractor perfecto para sus graves problemas internos.
El panorama geopolítico de América Latina parece favorecer a los Estados Unidos. La proclamación de José Antonio Kast en Chile, heredero político de la dictadura de Pinochet, y la presidencia de Javier Milei en Argentina, son ejemplos claves. A ellos se suma el suicidio político del MAS en Bolivia, el autoritarismo lacayo de Noboa en Ecuador y de Bukele en El Salvador, y la inestabilidad plutocrática en Perú. Ese eje reaccionario y oligárquico configura el flanco político favorable a una intervención en Venezuela.
Frente a eso, las fuerzas progresistas y de izquierda aparecen desarticuladas, sin una coordinación continental efectiva, con una vocación de poder debilitada, demasiado «bien portadas» y respetuosas del orden capitalista y, en muchos casos, más enfocadas en aprender a ceder que en construir y disputar hegemonía. Brasil, Colombia, México y Uruguay están llamados a tener un papel mucho más activo y beligerante, con independencia de sus opiniones sobre el gobierno venezolano.
Durante años, mediante un cerco mediático global y cierta complicidad interna, se ha construido a Venezuela como la víctima propiciatoria, el «Estado fallido» cuya desestabilización justifica cualquier medida.
Se ha alimentado la ilusión de que «entregando» a Venezuela se calmará la voracidad del imperialismo. Es una trampa mortal.
El imperialismo no se sacia; es la bestia antropofágica por excelencia, cuya hambre solo crece con cada nuevo bocado. Creer que las concesiones aplacarán su apetito es un suicidio histórico.
Ante tal escenario, ¿qué forma concreta adoptaría la agresión? La historia reciente de intervenciones norteamericanas sugiere que han aprendido la lección del empantanamiento que sufrieron en Irak y Afganistán. Una invasión terrestre masiva y una ocupación prolongada de Venezuela pueden tener un alto costo humano, económico y político. Por ello, el bloqueo y la zona de exclusión funcionan como instrumentos multidimensionales. Más allá del aislamiento logístico, son una gigantesca operación psicológica y de inteligencia.
El objetivo último podría no ser el desembarco de marines, sino forzar la defección de las Fuerzas Armadas venezolanas mediante sobornos, amenazas y promesas de inmunidad, o la aceptación de salidas negociadas, onerosas y subyugantes. Apuestan a un quiebre interno.
Si esa vía falla, la opción alternativa es el «modelo israelí», ensayado en Gaza, utilizado contra Hezbollah y aplicado a Irán: un ataque quirúrgico con drones o misiles de precisión contra el liderazgo político y militar en Miraflores o instalaciones claves. Sería una acción rápida, de alto impacto visual y bajo costo aparente — en vidas estadounidenses — , destinada a decapitar a la conducción política de las fuerzas bolivarianas y generar un caos controlado que facilite un cambio de gobierno. Buscan el máximo efecto desestabilizador con el menor despliegue convencional.
La única filosofía posible es la de la solidaridad militante y activa.
Si Rusia y China son — como le atribuyen muchos movimientos del campo popular — los poderes globales emergentes, contrapeso de la decadente hegemonía noratlántica; si son, como pregonan en cada foro internacional ante el babeante aplauso de algunos compañeros, los parteros de un orden multipolar, ¿por qué contemplan impasibles el desenvolvimiento del asqueroso tablero de la geopolítica? ¿Es esa la promesa en la que no pocos cifran sus esperanzas de un nuevo orden mundial? ¿El «mundo basado en reglas» de Gaza? ¿La multipolaridad de los «patios traseros»? Nunca como hoy estuvo tan claro que la responsabilidad principal es nuestra, de los pueblos. Venezuela somos todos. El primer proyectil que estalle sobre su cielo será la declaración de guerra contra la soberanía de toda la Patria Grande.
Ninguna nación estará a salvo en un continente recolonizado, salvo la transnación burguesa sometida.
Debemos preparar una movilización continental capaz de converger en la defensa de la soberanía venezolana por todas las vías posibles. Un verdadero frente antimperialista. Lo que se decide en Venezuela no es la posibilidad o la existencia del camino socialista, el gobierno de «fulano» o la política económica: se decide el derecho que tiene un pueblo soberano a ser, a existir, a disponer de sus recursos y a la rebeldía contra el conquistador. Y eso atañe a todos los pueblos y a todas las personas sin alma de esclavo.
También, el destino de la izquierda hemisférica se decide allí. No puede calificarse sino de servil y autofágica la actitud de esas izquierdas timoratas y desdentadas que, para mendigarle una migaja de respeto a los «que nunca han respetado a los pueblos ni a las personas dóciles», han dado su espalda a Venezuela desde hace años, o dudan de ella pidiéndole fe de bautismo y pruebas de pureza doctrinal, o se suman a lo que contra ella se esgrime para doblegar su soberanía y su resistencia, o abiertamente conspiran con los enemigos de los pueblos para devolver a Venezuela al redil yanqui. Traidores. Nada han aprendido aún del tsunami de la ultraderecha continental, que pretende coronarse con la «solución final venezolana». Nada han entendido de lo que sería una Venezuela en manos del imperialismo norteamericano otra vez y de la derecha fascista venezolana: un nuevo cuartel general para la ultraderecha en el hemisferio, un fascismo alimentado con petrodólares, dispuesto a destruir todo lo que parezca izquierda más allá de sus fronteras. Ese apetito y disposición no lo han disimulado jamás los venezolanos de ultraderecha.
En cuanto a nosotros, un pueblo que ha conseguido y resuelto las cuestiones más importantes de su historia con la prédica de los fusiles, sabemos desde nuestros primeros años de vida el espíritu y el carácter del imperialismo. Muchos cubanos y cubanas dentro y fuera de Cuba, que dominamos los fundamentos mínimos para la guerra de todo el pueblo, estaremos dispuestos en el instante decisivo a defender a Venezuela por todas las vías posibles. Legarle a las futuras generaciones un hemisferio occidental libre de imperialismo es un compromiso irrenunciable.
Nos asiste una certeza fundamental: solo si los Estados Unidos entienden, en sus fríos cálculos, que el costo de invadir será insoportablemente alto por la respuesta unida de los pueblos, se podrá torcer este rumbo belicista. El verdadero peligro no es solo que Trump se atreva, sino que nosotros, los pueblos, no estemos a la altura de la historia si lo hace. Que nuestro compromiso sea, como convocara el Che, el de «correr la misma suerte», lejos de toda salida timorata.
(*) Publicado em: https://medium.com/la-tiza/
