Por Sergio Rodríguez Gelfenstein (*)
Sergio Rodríguez Gelfenstein
Lejos estaba Alfred Nobel de pensar -cuando instituyó el premio que lleva su nombre- que el mismo derivaría en una afrenta a la humanidad desde el momento que comenzó a entregarse con criterio político e ideológico y como instrumento de exaltación de los valores y las prácticas capitalistas.
Nobel estableció los premios en cinco áreas: física, química, medicina, literatura y de la paz. Este último con el objetivo de reconocer a la “persona que haya trabajado más o mejor en favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos alzados y la celebración y promoción de acuerdos de paz”. Por decisión de Nobel quien inventó la dinamita, razones desconocidas sujetas a especulaciones lo llevaron a estatuir que el premio de la paz fuera entregado por un comité noruego designado por el parlamento de ese país, a diferencia de los otros que son concedidos por Suecia.
Es posible que Nobel pensara que Suecia y Noruega, países que estaban unidos mientras él vivió, serían correctos garantes en la aplicación de los deseos expuestos en su testamento. Sin embargo, resulta paradójico e hipócrita que este país al mismo tiempo que entrega premios Nobel de la Paz y presume de ser sede y promotor de diálogos y negociaciones a favor de la misma, sea desde 1949, miembro fundador de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Incluso, en este momento, su secretario general es Jens Stoltemeberg, un político noruego. La vocación atlantista de este país está expresada en su membrecía a la OTAN y su ausencia de la Unión Europea.
En otro plano, resulta muy difícil suponer que un parlamento de aplastante mayoría conservadora y retardataria pueda nombrar una comisión del Nobel ecuánime e imparcial. Ha primado claramente un criterio político e ideológico para decidir el premio, sobre todo en los años más recientes.
Así, de las 128 personas e instituciones que lo han recibido, 41, el 32% son estadounidenses, británicos o franceses y 47, el 36,7% son europeos, si se suma a los 20 estadounidenses (entre ellos cuatro presidentes, un vicepresidente, además de Henry Kissinger que no se destacaron precisamente por su amor a la paz), tres israelíes, dos canadienses y un japonés que lo han recibido, reúnen al 57% de los premiados. Nadie puede creer que en 120 años, Europa, donde se desataron las dos guerras mundiales más salvajes de la historia de la humanidad, así como el club de países guerreristas y violadores de derechos humanos sean los que más esfuerzos hayan hecho por la paz. Es verdad que el premio se entrega a personalidades no a países, pero es muy particular que los dos chinos (uno de ellos el Dalai Lama que aparece como tibetano, un país que no existe) y el único soviético que lo recibieron han sido disidentes contrarios a los sistemas políticos de sus países.
Es justo reconocer que personalidades y organizaciones respetables como la Cruz Roja Internacional, Jean Henry Dunant su creador, Martin Luther King, Le Duc Tho (que dignamente lo rechazó mientras aún el napalm estadounidense caía sobre Vietnam), nuestros Adolfo Pérez Esquivel, Rigoberta Menchú y Alfonso García Robles, Nelson Mandela, Yasser Arafat, José Ramos Horta entre otros ganadores del premio, son merecedores de cualquier reconocimiento que se haga a la lucha de los pueblos por su libertad.
¿Alguien puede creer que en 120 años, solo seis latinoamericanos hayan recibido tal premio?…y qué entre esa media docena estén el expresidente de Costa Rica Óscar Arias a quien Estados Unidos se lo “compró” para escamoteárselo al Grupo de Contadora, verdadero gestor de la paz en Centro América en la década de los 80 del siglo pasado y Juan Manuel Santos, connotado promotor de grupos paramilitares y de violaciones de derechos humanos.
El premio fue entregado en 1991 a la birmana (actual Myanmar) Aung San Suu Kyi quien en 2015 aseguraba que “en todo el mundo, los intereses comerciales están por encima de los derechos humanos”. De la misma manera la encopetada premio Nobel se ha transformado en cómplice del genocidio contra la minoría musulmana rohingyas, a quienes odia desde el budismo fundamentalista mayoritario en Myanmar. Los rohingyas ni siquiera son reconocidos como grupo étnico en su país por lo que no tienen ciudadanía, es decir es como si no existieran, lo cual es aceptado por la flamante premio Nobel.
De igual manera en 2019 el premio se le entregó a Abiy Ahmed Ali, Primer ministro de Etiopía quien al año siguiente, en solo dos días produjo la muerte de 600 ciudadanos en la represión de la provincia separatista de Tigray, causando además la huida de 50 mil refugiados al vecino Sudán. Pero eso es solo lo más escandoloso, también en otras localidades de Tigray como Humera, Dansha y la capital, Mekele se realizaron otras masacres. Para evitar el conocimiento de este desastre humanitario, el premio Nobel cerró la región a la prensa y a los organismos internacionales.
El caso de Juan Manuel Santos resulta difícil de comentar. En primer lugar uno se pregunta porque se le entregó solo a él. Las negociaciones de paz nunca son eventos unilaterales. Por eso, la comisión noruega se lo entregó a Kissinger y Le Duc Tho, en 1973; a Sadat y Begin en 1978; a Mandela y de Klerk en 1993; a Arafat, Rabin y Peres en 1994. ¿Por qué entonces no se le entregó a las FARC y/o a su jefe que fueron la contraparte del gobierno en las negociaciones? ¿Es que acaso no hizo el mismo esfuerzo para poner fin al conflicto? Este caso es otro en el que Estados Unidos le compra los premios a sus súbditos como pago por servicios prestados. Santos ordenó junto a Uribe violar la soberanía de Ecuador para realizar una incursión armada en territorio extranjero; fue genio creador de la política de “falsos positivos” forma encubierta de asesinar a miles de jóvenes inocentes ajenos al conflicto con el fin de mostrar éxitos no obtenidos en el combate; además es el asesino confeso del Comandante Alfonso Cano, capturado vivo y asesinado bajo sus órdenes, hecho por el que se vanagloria permanentemente. Al parecer todos estos son requisitos válidos para obtener el premio.
Caso especial el de Barack Obama, receptor del premio en 2009 cuando solo llevaba 11 meses como presidente y a quien se le otorgó por “sus extraordinarios esfuerzos para fortalecer la diplomacia internacional y la colaboración entre los pueblos”. Nadie sabe qué hizo Obama en 11 meses para merecer este “reconocimiento”. Lo que si se sabe es que tras el fin de su mandato, 7 años después se transformó en el primer presidente estadounidense en completar dos periodos completos de su mandato teniendo tropas de su país en combate activo.
Obama lanzó la tercera guerra en Irak contra el estado islámico para terminar asociándose a éste y a Israel en el afán de derrocar al gobierno sirio, siguió en Afganistán, e incrementó las operaciones “quirúrgicas” para asesinar terroristas que al no resultar tan “quirúrgicas” ocasionaron cientos de muertos entre la población civil. Así mismo, ordenó el bombardeo contra Libia e incursionó en Pakistán, Somalia y Yemen. En nuestra región firmó el decreto que declaraba -sin pruebas- que Venezuela era una amenaza “inusual y extraordinaria” a la seguridad nacional y a la política exterior de Estados Unidos, una estupidez que no resiste el menor análisis serio y responsable.
En este contexto, los hechos nos podrían llevar a afirmar que Aung San Suu Kyi, Abiy Ahmed Ali, Juan Manuel Santos y Barack Obama, como sus antecesores Teodoro Roosevelt y Woodrow Wilson, recibieron con aceptación y jolgorio el Premio Nobel de la Pus.
(*) Sergio Rodríguez Gelfenstein é consultor e analista internacional
(**) Textos assinados não refletem, necessariamente, a opinião da tendência Articulação de Esquerda ou do Página 13.